Jesús lloraba cuando profetizaba el sitio y la caída de Jerusalén, la destrucción de su lugar más sagrado - el templo, y la matanza de sus hijos , pero, como nación, los judíos no hicieron caso. Los discípulos de Jesús, sin embargo, se acordaron de sus palabras, y, cuando todavía quedaba posibilidad de escape, la iglesia huyó “a los montes”, (Lucas 21:20-21).
Después de cuatro años de sitio y terribles privaciones para sus habitantes, llegó el 10 de agosto del año 70. El ejército de Tito logra una brecha. Las murallas, la ciudad y su templo caen. A continuación los judíos que no son matados son llevados cautivos a Roma, junto con un gran botin
¿No vemos por las escrituras, por las palabras de Jesús y por la epístola a los hebreos, que para la Iglesia de Cristo ya no había, ni podía haber, lugar “céntrico” o “sagrado” en la tierra, ni nada que sirviera de ‘santuario’? El Gran Maestro todo lo dejó perfectamente claro, aunque fuera solo por el hecho que Dios Mismo rasgara el ‘velo’ del ‘Lugar Santísimo’, desde arriba hasta abajo, cuando la sangre del Hijo del Hombre en la cruz había sido derramada. El único “santuario” que había en la tierra, instituido por Él Mismo, y símbolo del celestial, quedó con la entrada abierta de par en par..., para luego ser destruido por los soldados romanos.
Trágicamente, a partir de la segunda generación de cristianos, estas realidades espirituales quedaban en el olvido. No tardaron mucho en surgir nuevos “Jerusalenes” con sus correspondientes ‘santuarios’ suntuosos. Se trataba mayormente de Antioquía, Alejandría, Constantinopla y, sobre todo, de Roma.
Es lógico que los judíos añoren ardientemente su templo y su sacerdocio. Pero al cristiano entendido (sobre todo desde ese año 70) le basta saber que, “teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios”, puede acercarse a Él libremente y en todo momento (Hebreos 10:19-22; ); y que “el Padre a tales adoradores busca..., que le adoren en espíritu y en verdad” (Juan 4:23).
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